Existe todo un enigma sin resolver alrededor de la figura materna. ¿Cómo son capaces las madres de hacer todo lo que hacen sin que se les escape ningún detalle? ¿Acaso tienen poderes mágicos? Basta con recordar aquella época cuando éramos pequeños. Nuestras madres podían ver, a través de las paredes, si estábamos estudiando o no; eran capaces de intuir si habíamos suspendido a través de la respiración y reaccionaban al segundo si escuchaban el más leve crujido del suelo cuando llegábamos tarde a casa.
Pero sobre todo, y por encima de todas las verdades: la tortilla de patata de nuestra madre era la mejor de todas las tortillas del mundo. Por mucho que nos empeñemos en intentarlo, nuestras tortillas jamás tendrán aquel aspecto jugoso y apetitoso que tenían las de ellas. Aunque el truco de la cucharadita de levadura y el medio vasito de leche es de agradecer.
A veces, solo una madre puede consolarte cuando estás triste, aunque sea a cientos de kilómetros de distancia y al otro lado del teléfono, un consejo suyo puede evitar que derramemos una sola lágrima cortando cebolla.
Sobrevivir a la emancipación es todo un reto. De pronto y sin saber por qué, la ropa blanca se vuelve amarillenta aún habiéndote comprado el mismo modelo de lavadora que tiene tu madre. Resulta inexplicable como las pequeñas cosas cotidianas se vuelven en tu contra.
Por mucho tiempo que haya pasado, nos gusta sentir que aún no hemos dejado de ser aquellos niños que se abrazaban por las noches a su peluche favorito. Aunque a ese peluche le hace falta un buen lavado.
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